Semillas del Ermitaño

Palabras para fortalecer el alma

Triunfo de la Revolución

Y IV

Hemos perdido, ciertamente, la costumbre de meditar estas cosas y no nos gusta que nos las recuerden. La unidad revolucionaria -y la Revolución misma- dejarían, sin embargo, de existir si los católicos se decidieran a dar al mundo el espectáculo de su catolicismo, de su unidad, de su universalidad, en lo espiritual como en lo temporal. O los católicos llegarán en lo temporal a esta unidad, que puede y debe darles esta «profesión absoluta y firme de la doctrina cristiana», de la que hablaba monseñor Kordac el cardenal Pacelli, y entonces la Revolución retrocederá, o bien nada impedirá a la Revolución que desarrolle ferozmente todas sus consecuencias, como el mismo Montalambert desde 1848 lo preveía. Es imposible -escribía el 1 de julio de ese año-, es imposible que «el comunismo no triunfe, porque tiene en su favor el número, la lógica y hasta el derecho, tal como la falsa sabiduría de los modernos lo ha proclamado y propagado desde hace un siglo. El principio de igualdad, apoyado en el ateísmo práctico del pueblo francés, conduce necesariamente al comunismo...» Y el R. P. Bruckberger, que cita este pasaje en «Les cosaques et le Saint-Esprit.», puede añadir con razón: «Lo que se juega en la política misma está, pues, más allá de la política, solidario de una lógica y de un derecho anticristiano que en primer lugar habrá que renegar de él abiertamente y reemplazarlo por la verdad para tener alguna probabilidad -y una probabilidad mayor y más eficaz de lo que se cree- de vencer al comunismo. ES RISIBLE QUERER COMBATIR AL COMUNISMO PERMANECIENDO UNO MISMO EN LA TRADICIÓN, LA LÓGICA Y EL DERECHO NACIDOS DE LA CONVENCIÓN Y DE LA PRIMERA REPÚBLICA JACOBINA. No se opone a un negro un gris más o menos sucio, sino que se le opone un blanco lo más, puro y brillante posible que condene al gris lo mismo que al negro. Ese día -concluye el P. Bruckberger- Montalambert estaba en una excelente disposición para comprender el «Syllabus», que no se publicó hasta dieciséis años después».

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«Para que Él Reine» Jean Ousset

Triunfo de la Revolución

Parte III

Por todos sitios sus principios están admitidos, su óptica adoptada, sus esquemas fundamentales prácticamente indiscutidos o presentados como indiscutibles. Los mismos que quieren combatir sus más desastrosas consecuencias lo hacen, nueve veces sobre diez, invocando los principios que conducen a éstas. Se trata de destruir la cosecha. Pero no se deja de sembrar la semilla por los surcos. Su virtud no se discute jamás. La Revolución es el gran ídolo del mundo moderno, en lo temporal. Ha sabido imponer por todos sitios sus principios y sus fórmulas iniciales, provocando así un temible respeto humano en provecho suyo. Los radicales pueden batirse contra los socialistas y los comunistas. Pero no por esto dejan de pertenecer a la misma familia. Hermanos enemigos se dirá, pero hermanos al fin y al cabo: ¿Quién se hubiese atrevido a decir en 1793 que la Revolución no reinaba en Francia porque los Girondinos y los Jacobinos disputaban entre sí? Y lo mismo ocurre ahora en toda la tierra. Ateniéndose de nuevo a lo temporal, se puede comprobar en lo que se refiere a los principios, las nociones fundamentales, que la Revolución ha llegado a constituir una unidad, menos elevada, ciertamente, que la propuesta por el catolicismo, pero mucho más extendida. Sin duda, la Iglesia no propone jamás a sus hijos un dogma político-social rigurosamente detallado. Como se dice a menudo, una vez que ha indicado la doctrina, deja a sus fieles un cierto margen de «opciones libres», cuadros en los cuales los católicos pueden agruparse según quieran y aun en ocasiones oponerse. Pero lo que se olvida demasiado es que un razonamiento semejante puede ser hecho por la Revolución y que una vez admitido lo esencial de su dialéctica se puede, sin salirse de su seno, pasar del 89 al 93, del liberalismo al radicalismo, del socialismo al comunismo, del menchevismo al bolchevismo, etc..., y viceversa. Son cuadros análogos y zonas de posibles fluctuaciones, comparables a los y a las que la Iglesia reconoce a sus fieles sin que éstos puedan ser acusados de traición. La Revolución, dicho de otra manera, reconoce a sus hijos una cierta zona de opciones libres, como la Iglesia reconoce una a los suyos. Ahora bien y es aquí y en lo que se puede medir el espantoso éxito (en lo temporal) de la Revolución: mientras no existe ni se puede concebir a un revolucionario trabajando conscientemente, voluntaria- mente, por el triunfo de la realeza social de nuestro Señor Jesucristo, es indiscutible que el ejército de la Revolución, el ejército del naturalismo político, del neutralismo religioso, de la secularización social, del laicismo mundial pulula de católicos. No de católicos que hayan dejado de serlo, sino de católicos que continúan, muy a menudo, edificando a los que les rodean por la piedad de su vida doméstica o privada. ¿Cómo asombrarse entonces que la Revolución pretenda con cierta verosimilitud ser más universal que el catolicismo, ya que consigue alistar no solamente fieles de otras religiones, sino hasta algunos de la nuestra? ¿Cómo asombrarse, sobre todo, que pretenda que la cuestión religiosa es, por naturaleza, una cuestión de orden privado, ya que son nuestros hermanos mismos los que, en sus filas, sostienen frecuentemente tal afirmación? Si se busca qué corriente de ideas, qué conjuntó ideológico goza de mayor unanimidad, es imposible no responder señalando al movimiento intelectual que, en 1789, partió de Francia a la conquista del mundo. A pesar de sus oposiciones, ¿no confiesan los rusos y los americanos esta identidad de origen? Tal es la «catolicidad» del mundo moderno, el «Islam» prácticamente universal, el «Consensus» del planeta, la conciencia del globo, por lo menos en el plano temporal.

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«Para que Él Reine» Jean Ousset

Triunfo de la Revolución

Parte II

Pero, si nos atenemos al segundo plano, al que vamos a limitar nuestro estudio, al plano temporal de los beneficios que nos reportaría una sumisión más consciente, más voluntaria, a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo, no hay duda que podemos registrar en este nivel una gran derrota de las fuerzas católicas ante la Revolución. Sabemos que esta apostasía de las naciones modernas, lejos de oscurecer la gloria de Cristo Rey, contribuirá a su mayor triunfo, a que Nuestro Señor reine de todas formas, sea por los beneficios de su presencia, sea por las desgracias inseparables a su ausencia. No es asunto este para tratarlo aquí. No queremos hablar más que de los males a los que alude San Jerónimo cuando decía que nada es más perjudicial para el mundo que no recibir a Jesucristo. Así, San Jerónimo no admitía, ciertamente, el fracaso eventual de la misión del Salvador. La certeza de su triunfo no le impedía ver que en un cierto grado y sobre un cierto plano, el beneficio del cristianismo podía ser victoriosamente descartado, combatido, aniquilado. Retroceso de la Iglesia, retroceso de Nuestro Señor Jesucristo en lo temporal. Durante veinte siglos, este retroceso no ha ocurrido siempre. ¡Al contrario! En las bellas horas de la cristiandad y en aquellas otras aún (en lo que concierne, al menos, al Occidente y a las regiones del globo sometidas a nuestro poder) se pudo casi creer en una acogida entusiasta hecho por las ciudades de la tierra al reinado social de Jesucristo. El orden temporal mismo pareció querer contribuir, por los principios mismos sobre los que fundaba sus instituciones, al mayor y más fácil triunfo del plan divino. Desde hace más de dos siglos, por el contrario, es decir, desde la Revolución y el movimiento filosófico (protestantismo, jansenismo, galicanismo, racionalismo, masonismo) que preparó el hundimiento de 1789, la Iglesia, el catolicismo, no han cesado de ser apartados metódicamente de lo temporal. Un naturalismo político y social, un laicismo unas veces violento otras pérfido, han sustraído progresivamente la orientación de las ciudades y el gobierno de los pueblos a la influencia de la doctrina católica. En este plan y en este orden, el triunfo de los enemigos de la Iglesia es, se puede decir, aplastante. El hecho se presenta en esto evidente: en lo temporal, en lo cívico, en lo político, Cristo, Nuestro Señor, con alguna muy rara excepción, ha sido expulsado de todas partes. En Oriente como en Occidente, en el hemisferio norte como en el hemisferio sur, el naturalismo político, el laicismo, reinan como señores. Un poco en todas partes, los católicos -incluso ciertos clérigos- parecen haber tomado su partido y, con algunas astucias de vocabulario, se atreven a declararlo legítimo. Así, pues, sin lugar a dudas, tal estado de cosas es la obra de esta corriente de naturalismo organizado que se llama la Revolución. Es esta su obra esencial, lo que, a pesar de sus contradicciones o de sus fluctuaciones políticas, sus maestros o sus jefes han designado siempre como su principal fin. Aunque en desacuerdo en mil puntos, en esto concuerdan todos, por lo que, en horas de crisis, se restablece entre ellos la «unión sagrada». He aquí por lo que nos hemos atrevido a decir que nuestro planeta es revolucionario. En lo temporal el triunfo de la Revolución es casi completo.

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«Para que Él Reine» Jean Ousset

Triunfo de la Revolución

Parte I

La Revolución ha invadido todo, salvo raras excepciones. El mundo de hoy es revolucionario. No es que la Revolución haya desarrollado en todas partes todas sus consecuencias. No es que su triunfo esté «asegurado», definitivo. ¡Dios no lo quiera!, no sucederá esto jamás y aunque toda la tierra tendiera hacia ella, nuestra fe nos diría que al son de la trompeta del Juicio final, la verdadera victoria será para este «Hijo del Hombre» en cuyas vestiduras el vidente del «Apocalipsis» pudo leer estas palabras: «Rey de reyes y Señor de señores». Comprobar la difusión universal de las ideas de la Revolución en todas las partes del mundo y en todas las esferas de la sociedad no significa que creamos en una derrota no menos universal del catolicismo. Creemos, por el contrario, en la vitalidad de la Iglesia y en su conquista del mundo. Creemos en la vida sobrenatural profunda de un gran número de almas. Creemos aún más que las naciones tienden hoy hacia la Iglesia una mirada mucho más atenta que hace cuarenta o sesenta años. Las observaciones que queremos hacer no pueden oscurecer la evidencia de esta eterna juventud de una Iglesia siempre santa y siempre conquistadora: El discurso de Pío XII en el 90 Aniversario de la Juventud Italiana de Acción Católica (19 de marzo de 1958): «La necesidad de la solución cristiana para numerosos problemas que mantienen en ansiedad al mundo será y aparecerá cada vez más evidente a los ojos de las gentes honradas... Estamos en una primavera de la historia». Basta decir que estas conquistas, estas victorias de la Iglesia en nuestro tiempo, no se sitúan en el mismo plano que las conquistas y las victorias de la Revolución. No es que estimemos éstas de un orden superior a las de aquélla. Es, por el contrario, demasiado evidente que los progresos actuales del catolicismo en el mundo son de una pureza incomparable, específicamente espirituales y sobrenaturales ... («nacidos no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de los hombres, sino de Dios...» San Juan I, 13). Desprovisto de todo aquello que le podía hacer pasar por un poder «de este mundo»..., según este mundo..., poder de un estado temporal pontificio, sostén de los gobiernos de la tierra... Despojado de las riquezas que le permitieron durante tantos siglos colmar con sus liberalidades a los pueblos y a las naciones, la Iglesia camina más radiante que nunca, y esto en el momento en que sus adversarios habían creído destruirla persiguiéndola, empobreciéndola y haciendo el vacío a su alrededor. Es evidente que si se considera el fin supremo de la Iglesia, que es engendrar «elegidos», nada puede ni podrá, en este terreno, oponerse victoriosamente al triunfo integral de esta voluntad divina.

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«Para que Él Reine» Jean Ousset