Contra la Revolución

Triunfo de la Revolución

Parte I

La Revolución ha invadido todo, salvo raras excepciones. El mundo de hoy es revolucionario. No es que la Revolución haya desarrollado en todas partes todas sus consecuencias. No es que su triunfo esté «asegurado», definitivo. ¡Dios no lo quiera!, no sucederá esto jamás y aunque toda la tierra tendiera hacia ella, nuestra fe nos diría que al son de la trompeta del Juicio final, la verdadera victoria será para este «Hijo del Hombre» en cuyas vestiduras el vidente del «Apocalipsis» pudo leer estas palabras: «Rey de reyes y Señor de señores». Comprobar la difusión universal de las ideas de la Revolución en todas las partes del mundo y en todas las esferas de la sociedad no significa que creamos en una derrota no menos universal del catolicismo. Creemos, por el contrario, en la vitalidad de la Iglesia y en su conquista del mundo. Creemos en la vida sobrenatural profunda de un gran número de almas. Creemos aún más que las naciones tienden hoy hacia la Iglesia una mirada mucho más atenta que hace cuarenta o sesenta años. Las observaciones que queremos hacer no pueden oscurecer la evidencia de esta eterna juventud de una Iglesia siempre santa y siempre conquistadora: El discurso de Pío XII en el 90 Aniversario de la Juventud Italiana de Acción Católica (19 de marzo de 1958): «La necesidad de la solución cristiana para numerosos problemas que mantienen en ansiedad al mundo será y aparecerá cada vez más evidente a los ojos de las gentes honradas... Estamos en una primavera de la historia». Basta decir que estas conquistas, estas victorias de la Iglesia en nuestro tiempo, no se sitúan en el mismo plano que las conquistas y las victorias de la Revolución. No es que estimemos éstas de un orden superior a las de aquélla. Es, por el contrario, demasiado evidente que los progresos actuales del catolicismo en el mundo son de una pureza incomparable, específicamente espirituales y sobrenaturales ... («nacidos no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de los hombres, sino de Dios...» San Juan I, 13). Desprovisto de todo aquello que le podía hacer pasar por un poder «de este mundo»..., según este mundo..., poder de un estado temporal pontificio, sostén de los gobiernos de la tierra... Despojado de las riquezas que le permitieron durante tantos siglos colmar con sus liberalidades a los pueblos y a las naciones, la Iglesia camina más radiante que nunca, y esto en el momento en que sus adversarios habían creído destruirla persiguiéndola, empobreciéndola y haciendo el vacío a su alrededor. Es evidente que si se considera el fin supremo de la Iglesia, que es engendrar «elegidos», nada puede ni podrá, en este terreno, oponerse victoriosamente al triunfo integral de esta voluntad divina.

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«Para que Él Reine» Jean Ousset