Contra la Revolución

Triunfo de la Revolución

Parte III

Por todos sitios sus principios están admitidos, su óptica adoptada, sus esquemas fundamentales prácticamente indiscutidos o presentados como indiscutibles. Los mismos que quieren combatir sus más desastrosas consecuencias lo hacen, nueve veces sobre diez, invocando los principios que conducen a éstas. Se trata de destruir la cosecha. Pero no se deja de sembrar la semilla por los surcos. Su virtud no se discute jamás. La Revolución es el gran ídolo del mundo moderno, en lo temporal. Ha sabido imponer por todos sitios sus principios y sus fórmulas iniciales, provocando así un temible respeto humano en provecho suyo. Los radicales pueden batirse contra los socialistas y los comunistas. Pero no por esto dejan de pertenecer a la misma familia. Hermanos enemigos se dirá, pero hermanos al fin y al cabo: ¿Quién se hubiese atrevido a decir en 1793 que la Revolución no reinaba en Francia porque los Girondinos y los Jacobinos disputaban entre sí? Y lo mismo ocurre ahora en toda la tierra. Ateniéndose de nuevo a lo temporal, se puede comprobar en lo que se refiere a los principios, las nociones fundamentales, que la Revolución ha llegado a constituir una unidad, menos elevada, ciertamente, que la propuesta por el catolicismo, pero mucho más extendida. Sin duda, la Iglesia no propone jamás a sus hijos un dogma político-social rigurosamente detallado. Como se dice a menudo, una vez que ha indicado la doctrina, deja a sus fieles un cierto margen de «opciones libres», cuadros en los cuales los católicos pueden agruparse según quieran y aun en ocasiones oponerse. Pero lo que se olvida demasiado es que un razonamiento semejante puede ser hecho por la Revolución y que una vez admitido lo esencial de su dialéctica se puede, sin salirse de su seno, pasar del 89 al 93, del liberalismo al radicalismo, del socialismo al comunismo, del menchevismo al bolchevismo, etc..., y viceversa. Son cuadros análogos y zonas de posibles fluctuaciones, comparables a los y a las que la Iglesia reconoce a sus fieles sin que éstos puedan ser acusados de traición. La Revolución, dicho de otra manera, reconoce a sus hijos una cierta zona de opciones libres, como la Iglesia reconoce una a los suyos. Ahora bien y es aquí y en lo que se puede medir el espantoso éxito (en lo temporal) de la Revolución: mientras no existe ni se puede concebir a un revolucionario trabajando conscientemente, voluntaria- mente, por el triunfo de la realeza social de nuestro Señor Jesucristo, es indiscutible que el ejército de la Revolución, el ejército del naturalismo político, del neutralismo religioso, de la secularización social, del laicismo mundial pulula de católicos. No de católicos que hayan dejado de serlo, sino de católicos que continúan, muy a menudo, edificando a los que les rodean por la piedad de su vida doméstica o privada. ¿Cómo asombrarse entonces que la Revolución pretenda con cierta verosimilitud ser más universal que el catolicismo, ya que consigue alistar no solamente fieles de otras religiones, sino hasta algunos de la nuestra? ¿Cómo asombrarse, sobre todo, que pretenda que la cuestión religiosa es, por naturaleza, una cuestión de orden privado, ya que son nuestros hermanos mismos los que, en sus filas, sostienen frecuentemente tal afirmación? Si se busca qué corriente de ideas, qué conjuntó ideológico goza de mayor unanimidad, es imposible no responder señalando al movimiento intelectual que, en 1789, partió de Francia a la conquista del mundo. A pesar de sus oposiciones, ¿no confiesan los rusos y los americanos esta identidad de origen? Tal es la «catolicidad» del mundo moderno, el «Islam» prácticamente universal, el «Consensus» del planeta, la conciencia del globo, por lo menos en el plano temporal.

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«Para que Él Reine» Jean Ousset